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Polvo y napalm

Una hermosa amistad

Una hermosa amistad Los trajes caros pasados de moda y, por qué no decirlo, algo estropeados, alternaban con los uniformes de la policía de Vichy e incluso algunos oficiales alemanes. Antiguos millonarios malvendian su último diamante a viejos marroquíes por unos pocos francos antes de que llegaran los marcos mientras Rick observaba su “Café Americain”, de pie junto al piano en que el negro animaba la velada. Acababa de guardar algo bajo la tapa, un sobre, y aunque nadie se daba cuenta, estaba muy preocupado. Pensaba sobre lo que había en el sobre, y sobre lo que hacer al respecto. Había dado a Ugarte su palabra, y si bien dudaba de cual era a estas alturas el valor de su palabra, Renault sospecharía en cualquier caso si desaparecía de manera tan súbita, especialmente después de la charla que habían tenido hacía solo un rato, acerca de tomar o no aquel avión a Lisboa; como fuera, tampoco debia importarle lo que pensara o no Renault una vez él estuviera de vuelta en Nueva York: si bien sentía una especie de rara simpatía hacia aquel miserable hombrecillo, estaba seguro de que conocería otros hombrecillos miserables de los que encariñarse en adelante.

Volvió a meter la mano en el piano y sacó los salvoconductos, con toda la naturalidad que le fue posible, y le habló a Sam:
- ¿Qué te parecería volver a Nueva York?
- ¿Cuando?
- Hoy mismo.
- Bueno, - respondió el pianista – me gustaría volver a ver al tipo que me habló de las aguas de este lugar.

Rick sonrió lo justo para que no se cayera el cigarrillo de sus labios y, le golpeó amistosamente el hombro.

- Elige una última canción. Te espero fuera, en el coche.

Desde la calle, en su Citröen, Rick tarareaba la letra de la canción que Sam cantaba dentro como despedida, “debes recordar esto, un beso es solo un beso, un suspiro...” y no pudo evitar fijarse en la pareja que entraba al local; el hombre era uno más, con su gabardina y su sombrero, pero la mujer... estaba demasiado lejos para distinguirla, pero habría jurado que la conocía. De todos modos, ya daba igual: solo le importaba una mujer, y hacía tiempo que había renunciado a amarla. En cuanto Sam salió, saludando al portero como si solo fuera a tomar el aire (así sería más fácil, si nadie sabía que se marchaban), arrancó el motor y encaminó hacia el aeródromo.
- Jefe, no se va a creer a quién me pareció ver entrar en el locál esta noche, justo cuando terminaba la última canción. Si no supiera que es imposible, habría jurado que era... – dijo Sam antes de darse cuenta de que estaba metiendo la pata.
- ¿Quién?
- El general Charles De Gaulle – respondió con rapidez – Vaya tontería ¿no?
- Sí, a mi también me pareció verle. - sonrió Rick.
- Jefe, – volvió a hablar Sam - ¿no cree que echará de menos todo esto en Nueva York?
- Sabes Sam, siempre nos quedará Casablanca.

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