Blogia
Polvo y napalm

La calavera

La calavera Probablemente la mayor parte de ustedes hayan oído hablar de mi, y quizá algunos incluso hayan comprado mis libros, o las revistas en las que se suelen publicar mis cuentos y relatos. Es por ello que ocultaré mi identidad, dado que soy una persona demasiado célebre y, por qué no decirlo, respetada, para que mi nombre se asocie a una aventura tan macabra como la que me dispongo a narrar. ¿Por qué es preciso entonces que relate mi crimen? ¿Acaso pretendo presumir de mi “hazaña” aunque no me atreva a confesar quién soy? En absoluto; si me conocieran, sabrían que no soy un hombre orgulloso, cuanto menos presumido. Es más: lo único que siento ante mi horrenda acción es arrepentimiento y vergüenza; tanta que soy incapaz de ser valiente (aunque en el momento de cometer mi crimen me tenía por tal) y asumir todas mis culpas. Sin embargo, y aunque mi alma, de tenerla, está ya condenada sin remedio (puesto que Dios, si realmente existe tal y como nosotros creemos en Él, es el único que realmente conoce mi culpa), espero que al relatar aquí los horrores que yo mismo me obligué a cometer, mi conciencia se sienta al menos suficientemente tranquila para permitirme dormir una sola noche sin que me despierte mi propio llanto aterrorizado.

Si alguno de ustedes ha deducido mi identidad, sabrá que yo había publicado algunos cuentos con gran éxito, todos de terror, siendo aún muy joven; esto me abrió las puertas del mercado editorial, y me convertí de la noche a la mañana en un autor muy respetado y, lo que es más importante, muy cotizado. Numerosas editoriales se interesaron por mis trabajos anteriores, que todos coincidían en calificar de excelentes, y me ofrecían sumas para mi impensables a cambio de un contrato que comprometiera mis obras aún por escribir. Naturalmente, firmé uno de aquellos contratos, y, con la llegada del dinero, desapareció mi genio; las ideas que en tiempos de estrechez acudían a mi incansablemente, hasta el punto de no poder explotarlas todas, se me mostraban esquivas ahora que debía responder a un contrato. El editor se impacientaba, y rechazaba todo lo que yo le mostraba: no era de extrañar, puesto que yo mismo sabía que le entregaba mediocridades, pero por algún motivo, mi genio de antaño me había abandonado. Sentado en mi escritorio, pluma en mano, miraba fijamente al papel en blanco, y no sabía qué hacer con él. Puede que la solución les parezca estúpida; abominable en todo caso: sacrílega incluso. Pero, para mi fortuna o mi desgracia, funcionó, y tras llevar a cabo el acto horrible que me dispongo a relatar, la horrible musa de mi tenebrosa inspiración volvió a hacerse un hueco en mi mente, ahora atormentada, y mi obra posterior supera con creces, no solo a la mía propia, sino a cualquier otra escrita con el propósito de aterrar o al menos inquietar, con una sola excepción.

Estábamos en los primeros días de invierno; quizá aún los últimos del otoño. Aún no eran las ocho de la tarde, pero casi había anochecido por completo. Sentado en el banco, frente a su tumba, poco a poco la escena se iba transformando, a medida que se iban las luces, y el bullicio de la gente y los coches al otro lado de los altos muros dejaba paso al suave ulular de alguna lechuza entre los árboles del cementerio y el aletear de los murciélagos, que volaban rápidamente entre las farolas de gas, con sus horribles gritos, esos que no dejan lugar a dudas de que sean en realidad los hijos de Satanás. Era una de esas estampas que, por alguna razón, tienen la propiedad de turbar el espíritu del ser humano e incluso hacerle sentir miedo si este no es capaz de mantener su cabeza fría; como escritor de cuentos de terror, yo conocía bien este tipo de dibujos: en más de una de mis obras se pueden hallar descritas imágenes parecidas, solo que yo solía recargarlas más. Habría añadido un lejano tañir de campanas, quizá habría insistido en la similitud de la sombra de algún ciprés con una silueta humana, o una cara en mueca de dolor; tal vez, una tormenta eléctrica a lo lejos, con truenos, rayos y centellas. No se me habría ocurrido el sucio gato negro que se me acercó y se frotó contra mi pierna, pero es un detalle que he usado posteriormente; en cualquier caso, incluso yo, que conozco el funcionamiento de las emociones humanas y cómo se deben ordenar los elementos de un cuadro para causar miedo, no pude evitar sentir un escalofrío cuando, al rozarme el felino se le erizaron todos los pelos del cuerpo esquelético y se apartó de mi acompañando un salto de un horrible maullido, como si supiera el crimen que me disponía a cometer, e incluso él, aquella bestia callejera, me despreciara por ello. Nunca he sido persona supersticiosa, pero debo reconocer que poco a poco, mi valentía se iba desvaneciendo y, devorado por la neblina que se abría paso entre las lápidas, sentía un miedo irracional e incontrolable que, como hombre culto e inteligente, sabía que era solo producto de mi superdesarrollada imaginación, pero no podía vencer.
Sin embargo, la escena habría sido mucho más horrible de haber existido en el cementerio una segunda persona, ya que para él, el cuadro se habría visto completado por la presencia de un hombre alto y delgado, del que solo podía ver la nariz afilada asomar bajo la larga capucha negra. Esta siniestra figura habría estado sentada, inmóvil delante de la gran tumba, durante horas, esperando al ocaso, y se disponía a cometer alguna fechoría tan terrible que solo era posible al amparo de la oscuridad: naturalmente, esta siniestra figura era yo, y confiaba en ser la única persona viva dentro del cementerio, salvo el guarda que seguramente estuviera en su caseta, sentado junto a la estufa; no se si esa idea me tranquilizaba o me aterrorizaba más.

En realidad, no habría sido necesario esperar toda la tarde delante del sepulcro; podría haber saltado con facilidad la tapia por el lado de la capilla una vez el cementerio estuviera cerrado, o incluso forzado el candado de la puerta principal sin gran riesgo de ser visto, ya que la calle a la que daba la entrada apenas estaba transitada a ninguna hora, cuanto menos en una madrugada de invierno. Sin embargo, era consciente de que la mayor dificultad sería el convencerme a mi mismo de llevar a cabo el plan: no dudaba de mi capacidad atlética para saltar la valla, sino de mi determinación a hacerlo llegado el momento. Sin duda, tomé la decisión correcta (si puede llamarse correcta una decisión que facilita la comisión de un crimen), puesto que, si pese a mis precauciones, caí presa del terror, si hubiera tenido mayor confianza en mí mismo y hubiera intentado el robo a la ligera, sin duda habría sido víctima de un ataque de pánico que me habría hecho ser descubierto, cuando no me hubiera causado, directamente, un ataque al corazón. Toda la tarde, a plena luz, había estado observando los detalles de la zona en la que se encontraba la tumba, e incluso había paseado una o dos veces por todo el cementerio, convenciéndome a mí mismo de que, al caer la noche, seguiría siendo igual de inofensivo que durante el día; memorizando los detalles para no ser traicionado por una rama mal podada en forma de brazo esquelético o una verja oxidada que se meciera con el viento.

Cuando vi acercarse al guardia, en su última ronda antes de cerrar las puertas, para asegurarse de que no había ningún intruso en el cementerio, me levanté antes de que pudiera verme y me escondí, como tenía previsto, en la cripta de mi familia, muy cercana a la tumba del genio. La había dejado abierta aposta, solo una rendija, para no hacer ruido al manejar la vieja cerradura, sin usar desde la muerte de mi santa madre, diez años atrás, y había preparado en el interior todo lo que me habría de ser útil para realizar mi infame tarea: una pala, un quinqué de petróleo y una bolsa de cuero en la que llevar mi macabro botín. Además, entre los ataúdes de mis parientes, había tenido la precaución de dejar algunos alimentos, no fuera caso que la mala fortuna hiciera que la puerta (que, desde luego, solo podía abrirse desde el exterior) se cerrara mientras yo me preparaba y me dejara encerrado hasta que alguien oyera mis gritos de auxilio y, sin duda a la luz del día, se atreviera a abrir la cripta a ver quién chillaba y golpeaba desde el interior. Debo confesar que, uno de los temores que más me atormentaban antes de decidirme a cometer mi fechoría, era el de abrir la cripta de mi familia y encontrar el cuerpo de mi madre fuera de su ataúd destrozado, en el supuesto de que ella hubiera sido enterrada viva. Afortunadamente, cuando entré, con la excusa de dejar flores sobre su tumba (aunque como ya he dicho, mi propósito era preparar los detalles para el robo), no había signo alguno de violencia o de sufrimiento, solo olor a humedad y vacío.

Cuando pasó junto a la tumba, el guarda y su perro se pararon: quiso la naturaleza que el can tuviera ganas de orinar, y lo hiciera justo sobre la tumba del maestro. Viéndolo desde mi rendija, la falta de respeto que mostraban el animal y el amo me encendió la sangre, y, de no estar yo preparado para llevar a cabo una profanación aún mayor de su sepulcro, de buena gana la habría emprendido a palazos con ambos. Logré contener los nervios (la presencia de otro ser humano, aunque despreciable, me había hecho olvidar el miedo, aunque paradójicamente, todo el riesgo que pudiera correr sería por su culpa), y llegué incluso a pensar que lo más prudente sería matarlos a los dos y después ocultar los cuerpos en la fosa, una vez la volviera a cubrir; de este modo, seguro que nadie me descubriría y podría trabajar toda la noche sin peligro alguno, y debo admitir que lo único que me hizo desistir de tal idea fue el admitir que enterrar en su tumba a un vulgar enterrador y a un perro pulgoso era aún más horrible que robar los restos del pobre Edgar. Una vez perro y guardián se hubieron alejado lo suficiente, salí de mi tétrico escondite y fui, aún a tientas, hasta la tumba. Saqué una cerilla de mi bolsillo y encendí la lámpara para poder leer la inscripción: Edgar Allan Poe; no quería robar por error los huesos de algún jardinero o albañil enterrado junto al genio. Una vez estuve seguro, empecé a cavar; debía darme prisa, porque si bien el guarda tardaría horas en volver a pasar, si decidía hacerlo, el trabajo era mucho y mis músculos, aunque jóvenes, no estaban acostumbrados a trabajos pesados.

Tras un buen rato, mi pala golpeó lo que presumiblemente sería el ataúd. Casualmente, el golpe del acero contra la madera coincidió con el primer trueno de la tormenta que no tardó en descargar con fuerza; la superstición podría haber llevado a alguien a pensar que era un mal presagio más, pero sin duda a mi debía tranquilizarme: estaba aterrorizado, pero como he dicho, sabía que se debía a la predisposición humana a sentir miedo ante factores totalmente inofensivos, y gracias a la cual, al fin y al cabo, yo me ganaba la vida; sin embargo, la fuerte lluvia disuadiría al enterrador de hacer ninguna otra ronda aquella noche, y además, haría mucho más difícil distinguir, al día siguiente, la tierra removida del sepulcro de Poe de la de las tumbas y jardines de alrededor. En cualquier caso, el agua empezaba a estancarse en la fosa reabierta, y mi tarea se hacía mucho más sucia y desagradable. Con un par de golpes pude romper la tapa, y, a tientas, metí la mano en el ataúd. Al tacto, no resultaba fácil distinguir los huesos desnudos de los restos de la ropa con la que enterraran al escritor; cada pocos minutos, segundos incluso, un relámpago iluminaba por un instante la escena y me veía a mi mismo, cubierto de fango, hundido en una fosa que poco a poco se llenaba de agua. Dos veces habría jurado que algo se movió en el ataúd antes de encontrar la calavera. Tuve que sacar algunas costillas y un hueso largo que supuse que era el húmero de alguno de sus brazos para poder introducir la mano lo suficiente para cogerla: metí los dedos en lo que suponía eran las cuencas oculares y tiré de ella con cuidado; la separé sin dificultad del cuello, pero el agujero que había echo en la tapa del ataúd era demasiado pequeño, por lo que, con la otra mano, tuve que arrancar algunos trozos más de aquella madera putrefacta. Justo cuando conseguí sacar el cráneo y levantarlo triunfante hacia el cielo, un relámpago dibujó mi silueta, y, por un momento, habría jurado que la de alguien más, justo detrás de mi. Un gruñido de perro me dio la razón.

El guarda del cementerio me apuntaba con su vieja escopeta, mientras el famélico chucho me enseñaba los dientes, amenazante. Un rayo cayó detrás de él, partiendo un gran sauce, quizá centenario, junto a un panteón con columnas de mármol. En ese momento, en que el guarda, más acostumbrado que yo a los horrores del cementerio pero asustado por cercanía de la descarga, se dio la vuelta un instante, aproveché para darle tan fuerte como pude en la cabeza con la pala, dejándolo inconsciente. Al instante, el perro se abalanzó sobre mi, y solo pude interponer entre nosotros el húmero de Poe, que mordió con fuerza, creyendo sin duda que me pertenecía. Me las arreglé para, en aquel reducido espacio de la fosa, golpearlo contra la pared varias veces hasta que quedó inerte. Una vez lo tuve a mi merced, cogí la pala de nuevo y le golpeé con la hoja varias veces hasta asegurarme de que estaba muerto. Saqué la calavera, y seguidamente me arrastré como pude hacia fuera del agujero. El viejo guardián del cementerio empezaba a despertarse, por lo que decidí rematarle como había hecho con el perro. No me quedaba otra opción, así que empujé el cuerpo al hoyo, y, tras tirar también su escopeta y cualquier otra prueba que pudiera haber de que estuvo allí aquella noche, empecé a rellenar el agujero con tierra, hasta taparlo por completo. Efectivamente, la lluvia me ayudó, y el barro de la tumba era igual que el de todo el cementerio. Metí la calavera, ahora vacía, incluso grotesca, pero antaño hogar de una de las mentes más prodigiosas de la historia, y la guardé en mi bolsa. Empapado, lleno de barro y sangre, cansado y aterrorizado, todo a la vez, abrí la verja (había tenido la precaución de robar las llaves a enterrador) y, después de cerrarla otra vez, volví a mi casa. Quienes me vieran atravesar las calles bajo la tormenta, embutido en aquella capa y aquella capucha, sin duda habrían pensado que era un asesino y un criminal: sin duda, lo era, pero seguro que había valido la pena.

Estaba terriblemente cansado, pero fui incapaz de esperar al día siguiente para culminar mi plan; ni siquiera me puse ropas secas. Chorreando, entré a la cocina de mi cuartucho y busqué un recipiente adecuado. Acto seguido, cogí un martillo y empecé a golpear el cráneo hasta hacerlo añicos; cuando estos fueron lo suficientemente pequeños, los machaqué con el mortero hasta convertirlos en polvo. Me quedaron las manos y los brazos más doloridos aún, y sin duda desperté a mi casera, que no osó decirme nada porque conocía mis excentricidades y porque no querría que se molestara un cliente que pagaba bien y al día. Aquel cráneo maravilloso no era ahora más que un puñadito de polvo blanco, que de ser harina no habría sido suficiente ni para hacer una magdalena. Calenté agua en un cazo, y cuando hirvió, eché la calavera y removí hasta que estuvo bien disuelta. La tormenta aumentó en violencia; una nueva casualidad quiso que, justo cuando el macabro brebaje, aún hirviente, toco mis labios, toda la ciudad se iluminara un segundo con un gran relámpago y un trueno ensordecedor.

2 comentarios

el hada carabina -

muy bueno,jeje...

Steam Man -

Bonita imagen peluda y el texto... exquisito... me gusta esa oscuridad decadente... ji ji ji

Saludos