Parte de la masa

¿Qué podía hacer para romper aquella felicidad forzada? Quizá cambiar de empleo: adiós a las tardes libres; probablemente, un sueldo más bajo. Seguro que más trabajo también. Pero era un cambio al fin y al cabo, sencillo y que no representaba en realidad un gran sacrificio, porque él sabía que, en realidad, solo se puede alcanzar la felicidad por medio de sacrificios. Sin embargo, sabía también que aquello sería solo postergar el cambio definitivo, que el nuevo trabajo terminaría siendo como el antiguo, y que, de todas maneras, con un empleo u otro, seguía siendo sólo uno más.
No sería justo decir de él que quisiera destacar: en absoluto. Le daba igual lo que otros pensaran de él; su deseo de diferenciarse era solo de puertas adentro, para poder decirse a sí mismo que era independiente de todo lo que le rodeaba. Quizá le habría bastado con coger algún hábito extraño, como comer primero el postre o lavarse los dientes con champú, pero el problema era que estos cambios habrían sido forzados; surgían de la voluntad de hacer algo, no de la de hacer eso concretamente, y eso los convertía en no-válidos. Lo que quería hacer era algo que surgiera de él sin pensarlo, sin plantearse si estaba bien o mál, y que cambiara su vida por completo.
(...)
Otra vez, ser perdió en la masa de gente. Zapatos limpios, pantalones planchados, camisa blanca. Un cigarrillo y un vaso de plástico que pretende ser de cristal. Aquella chica no era especialmente guapa; de hecho, ni siquiera era guapa. Sin embargo, entre todas las bellezas que había allí, se fijó en ella. No es que fuera diferente a las demás, mejor ni peor: estaba allí y estaba disfrutando, y con eso ya tenía suficiente para casi odiarla. Solo mirándola. La mano apretaba el vaso ya vacío, que se agrietaba, y los cubitos fueron al suelo (el hielo sucio es una imagen interesante).
El cartero llegó muy temprano. Después de que la chica se fuera, apenas había pegado ojo y tenía un sueño horrible. Se levantó a abrir la puerta de muy mal humor. Al parecer, alguien había enviado un paquete para su vecino de al lado, pero no había nadie en casa; nunca le había dado tanta rabia nada.
Nadie entendía por qué había pasado. Sus vecinos hablaban a las cámaras de televisión, ajenos al hecho de que sus quince minutos de gloria se reducirían a unos segundos en la crónica de sucesos, concentrados más en parecer creíbles que en disfrutar sus instantes de fama, y decían que era una persona normal y que les sorprendía mucho lo que había pasado. Sin embargo, mentían: estaba claro que, tarde o temprano, acabaría matando a alguien.
La policía ponía esa cinta amarilla por todas partes mientras lo sacaban maniatado. El juez aún no había dictado la orden de levantamiento del cadáver, y no podían hacer nada con el cartero machacado a golpes de florero de bronce. No se imaginaban por qué él sonreía: ya no era uno más.
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